Teatro Sauto 2019: Telón de fondo

POR GUILLERMO CARMONA

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Teatro Sauto, ya restaurado.

Este miércoles en la noche la televisión no transmite nada interesante. El libro pendiente parece un pajarraco herido en la mesita de noche y no suena el teléfono. La casa se achica de a poco: las paredes avanzan sobre mí, baldosa tras baldosa, y el techo, centímetro a centímetro, amenaza con aplastarme. Pienso que soy un contorsionista de circo dentro de una maleta. Tengo claustrofobia, claustrofobia no, aburrimiento, hueso.

Sin otra opción me pongo los zapatos y me lanzo a la maldita circunstancia de la ciudad por todas partes. Hoy Matanzas está muerta. Los transeúntes van o vienen de su velorio. No hay nada interesante que hacer en ella. Ya no quedan cines. La programación de las salas de teatro, la Pepe Camejo, El Mirón Cubano, Papalote, resultan demasiado aleatorias. En la radio informaron, unos días atrás, que venía un trovador, alguien famoso, pero que sin un buen lugar para tocar prefirió Cárdenas. Por desgracia no es la primera vez que sucede.

Llego a La Vigía, porque todos los caminos no conducen a Roma o, por lo menos, no en esta urbe neoclásica que todas las calles desembocan en esa plaza. El teatro Sauto en uno de sus costados es una bestia dormida. Oigo sus ronquidos. Hace diez años, algo más, algo menos, está clausurado.

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Me aproximo a su fachada. Es tu culpa, le digo, el trovador no vino por tu culpa. Recuerdo la leyenda del chino fantasma que habita adentro, algunos místicos dicen que es Justo Wong el que descubrió las Cuevas de Bellamar. Pobre Wong que ahora solo se entretiene al pararse detrás de los restauradores y mirar por encima de sus hombros las finas labores que acometen. Triste culí que desolado acaricia con sus dedos etéreos el tablado donde bailó Ana Pavlova y actuó Sarah Bernhardt.

Un taxi pasa por la calle a mi espalda con reggaetón a todo volumen. Miro por las ventanillas bajadas. Adentro hay cuatro o cinco jóvenes que no superaran los dieciochos años. Por sus ropas van a “comerse” una discoteca. ¿Ellos recordarán las funciones del teatro? Las tres campanadas en medio de un oscuro silencio. Los grandes telones que se abrían, uno hacia los lados, el otro hacia arriba. ¿Qué sucederá con los más niños, aquellos que nacieron mientras reparaban el edificio?

Despacio avanzo por uno de los costados hasta llegar al parquecito en la parte posterior del teatro. Todavía tengo hueso. Siempre me ha preocupado esa palabra. El lenguaje evoluciona según el contexto histórico de cada región y en Matanzas ese es el vocablo endémico. Significa apatía, abulia. Me viene a la cabeza una frase de Pascal: “La infelicidad del hombre se basa sólo en una cosa: que es incapaz de quedarse quieto en su habitación”. El hueso te atrinchera en la habitación, te entrega las armas para que resistas los segundos, los meses sin moverte; pero no te hace feliz, solo te sume en lo estático.

Levanto la vista hacia el Sauto. No te creas que me he olvidado de ti, le recrimino, tú también provocas el hueso, porque ni siquiera tu piedra es más dura que el calcio. Dos muchachas se detienen en la acera a unos metros detrás de mí ¿Cuándo lo abrirán?, pregunta una. Espero que pronto, responde la otra, luego continuaron rumbo a la bahía. El breve diálogo, ese retruécano del azar que por poco me hace creer en dios, me alegra la noche.

Me acerco a una de las paredes blancas del teatro y despacio paseo la yema de mis dedos por su superficie porosa. Imagino que es braille y que leo las incontables historias que ha guardado el Sauto en cada una de sus fisuras, en cada uno de sus capiteles: los campesinos reconcentrados que se abultaban en el portal como fardos de fruta podrida o, tal vez, un inmenso Capablanca que le ordenaba a un niño disfrazado de rey negro que avanzara una casilla en un tablero gigante dibujado en el escenario.

En mi cabeza tengo unos versos de Byrne, unos que dicen que es más fácil conmover las piedras que las almas de los hombres, pero qué sucede cuando las piedras son las que conmueven las almas de los hombres.

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