Honor a dos adalides de la Patria

POR ROBERTO VÁZQUEZ

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Corrían los años finiseculares del siglo XIX y la Metrópoli española se empeñaba en mantener a toda costa el territorio cubano. Vociferaban en su medio de prensa que se estaba en la “última campaña”, “la campaña de la paz”, mientras que en los campos trataban de intimidar con la violación, y en todas partes con las mentiras y el engaño.

Toda Cuba en 1896 era una trinchera donde se peleaba por la libertad y la soberanía.

El general en Jefe del Ejército Mambí, Máximo Gómez Báez y su Lugarteniente Antonio Maceo Grajales  dirigían las batallas contra el enemigo secular y las contradicciones contra el Gobierno de la República en Armas.

La Invasión para llevar la épica jornada a todos los sitios de Occidente no se detenía por el machete conductor de ambos adalides.

En Pinar del R+ío, Maceo sin otro medio que su valor no daba tregua al general Valeriano Weyler, ni margen a Estados Unidos, que acechaba a la sombra, a la espera de que se debilitara el empuje revolucionario.

Según el anecdotario, en el segundo semestre, el Titán de Bronce pudo reactivar la campaña tras los desembarcos de Leyte Vidal, con 200 fusiles y 300 000 cartuchos, y Juan Rius Rivera, con 920 fusiles, 450 000 cartuchos y un cañón neumático. Entre los expedicionarios se hallaba Panchito Gómez Toro, el hijo de Gómez, a quien acoge como a un hijo, lo mantiene cerca de él, sabe que al incorporarlo a su tropa contrae un gran compromiso con Gómez, y ambos participan juntos en varias acciones, hasta caer juntos en la tarde del 7 de diciembre en la acción de San Pedro de Punta Brava, en Bauta.

En este aciago día, Maceo se encontraba con fiebre. Pero había organizado el ataque a la localidad de Marianao. En este trance son sorprendidos y ordena al corneta el toque a degüello. Demoró minutos en vestirse y ensilló su caballo, tal y como acostumbraba a hacer en vísperas de un combate.

El combate se inicia con la fuerza enemiga tras unas cercas de piedra que dominaban el área con su fusilería. Maceo decidió realizar un movimiento envolvente por ambos flancos para batirlos en el potrero aledaño. Se interponía una cerca de alambres y comenzaron a picarla. La maniobra fue descubierta y un aguacero de proyectiles no les dejó terminar la faena. Al inclinarse sobre su caballo, una bala impactó sobre el lado derecho del rostro de Maceo y le seccionó la carótida junto al mentón, se mantuvo un instante erguido, soltó las bridas, se le desprendió el machete y se desplomó.

Los esfuerzos por rescatar el cadáver fueron severos y los movimientos atrajeron el fuego español que hizo del lugar un infierno. Lograron montarlo en un caballo que fue fusilado en el campo enemigo. La balacera fue infernal e insostenible la posición.

Al conocer la tragedia, Panchito, con un brazo en cabestrillo acudió —según expresó— “…a morir al lado del general”. Y murió junto al Titán de Bronce como correspondía a su condición mambisa.

Caía la tarde, cuando en medio del clima de abatimiento y confusión reinante, el teniente coronel Juan Delgado —joven de Bejucal que se unió al contingente invasor a las órdenes de Gómez proclam{o: “Es una vergüenza para las fuerzas cubanas que los españoles se lleven el cadáver del general Maceo, sin hacer nada por rescatarlo. Prefiero la muerte antes de que el general Máximo Gómez sepa que estando yo aquí, los españoles se han llevado el cadáver del general. El que sea cubano y tenga valor, que me siga”.

Dieciocho valientes, entre ellos Ricardo Sartorio, quien acompañaba a Maceo desde Mangos de Baraguá, y el coronel Alberto Rodríguez Acosta, joven matancero que mandaba el regimiento de infantería de la brigada Oeste de La Habana, se sumaron a Delgado en la hombrada de rescatar de territorio enemigo al Titán de Bronce y a Panchito. Fue tan fuerte su embestida, que la guerrilla que despojaba a sus cadáveres de las pertenencias, abandonó el lugar sin imaginar la prenda que dejaban. Esa noche los insurrectos lavaron los cuerpos de los dos héroes y los velaron. Decidieron esconderlos en la finca Cacahual, propiedad de Pedro Pérez, tío del teniente coronel Juan Delgado.

Cabalgaron toda la noche. Sobre las 4:00 a.m. llegaron a Santiago de las Vegas. Delgado llamó a la puerta. Pedro Pérez abrió con cierto temor porque creyó que eran los españoles. En voz baja, con los dos cadáveres depositados sobre la yerba, su sobrino le dio la encomienda: “Aquí te entrego estos dos cadáveres. Ellos son Antonio Maceo y el hijo de Máximo Gómez. Entiérralos secretamente antes de que llegue el día y no digas a nadie dónde están hasta que no se termine la guerra; entonces, si Cuba es libre, lo comunicas al presidente de la República, si no, al general Máximo Gómez”.

Días después la noticia del deceso le llegaría al padre, sumiéndolo en una profunda tristeza que le lleva a expresar:

«Murió mi Panchito amado muy lejos de mí; mis brazos se quedaron abiertos, esperándole, porque así lo dispuso el destino (…) Descansa en paz héroe feliz, flor de un día que esparció sus perfumes entre los suyos (…) siempre te estaremos llorando (…) en el hogar que tu eterna ausencia ha dejado desolado y triste, eterno será tu duelo».

 

 

 

 

 

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